Pensé tratar sobre la violencia, cada vez mayor, en el mundo de los adolescentes. Se trata, en efecto, de un problema muy complejo que amenaza invadir nuestras vidas cotidianas. Una conversación reciente, a propósito del nuevo reglamento de tránsito en el Perú, me hizo cambiar de intención y concentrar mis reflexiones sobre otra forma de violencia que difícilmente será resuelta sin una aproximación que combine firmeza con educación de mediano plazo. Me refiero al problema del tránsito vehicular.
Se trata de una de las expresiones más francas y brutales de nuestro subdesarrollo: falta de respeto por las normas, desentendimiento de las responsabilidades frente al bien común, e incapacidad por considerar al otro y coordinar con él códigos de conducta que hagan la vida más fácil. Es algo que, además, practicamos alegremente o con feroz intensidad en público, frente a nuestros niños, quienes van interiorizando actitudes que terminan en el atropello, literal y figuradamente, de lo que significa una convivencia civilizada.
Son pocos los que roban, matan, malversan fondos, evaden impuestos, consumen drogas o engañan a sus parejas con exhibicionismo despreocupado. Más bien se trata de conductas subterráneas, culposas eventualmente y que pueden perfectamente acompañarse de un discurso hipócrita frente al resto, especialmente los menores. Pero a nadie le importa pasarse una luz roja, meterse en contra del tráfico, no usar cinturón de seguridad o coimear a un policía, con un niño dentro del carro. Si no nos damos cuenta de lo que ello significa, no podremos romper el círculo vicioso que nos atrapa en una sociedad donde el respeto por la ley es visto hasta con cierto desprecio, y los individuos están desprotegidos frente a todos los abusos de cualquier poder.
Y no es solamente un problema moral. Es una cuestión práctica. En el desarrollo de las personas, durante los primeros meses de edad, se adquiere lo que alguien llamó confianza básica. Se trata del sentimiento que vivimos en un mundo mínimamente ordenado, en el que algunas de nuestras necesidades serán satisfechas y los hechos se sucederán con un nivel aceptable de predictibilidad. Cuando las cosas ocurren según el humor de quienes nos rodean, cuando entre nuestra hambre y su satisfacción pueden pasar lo mismo tres minutos que dos horas, cuando nuestras señales -las mismas- producen una veces violencia y otras cariño, cuando nuestros actos -los mismos- traen a veces castigos y otras premios, no existe confianza básica. Y entonces, una parte importante de nuestra energía debe orientarse a comprender el mundo, adivinarlo, predecirlo. Puede ser muy bueno para nuestras habilidades cognitivas -de hecho generalmente se produce en esos casos un desarrollo precoz del aparato intelectual-, pero nuestra capacidad de entrar en contacto con sentimientos, nuestros y de los que nos rodean, queda severamente limitada.
Es lo que pasa con el tránsito. No existe confianza básica en reglas y señales. El mundo vehicular y peatonal es impredecible. Las calles y avenidas de la ciudad cambian según la hora del día así como el significado de las luces de los semáforos, cuando funcionan. Sobreparar frente a una señal de PARE puede causar un accidente, y no hacerlo, también. Entonces, perdemos grandes cantidades de energía y cualquier cantidad de tiempo tratando de adivinar en qué situación nos encontramos. Si ya es una hora en que los semáforos se han convertido en adornos o todavía alguna gente los respeta, o si el que se acerca por una bocacalle tiene intención de honrar nuestra preferencia, para sólo mencionar dos casos.
Sin duda, los limeños hemos desarrollado un sistema de detección complejo y habilidades psicomotoras que muchos conductores de otros países envidiarían. Pero, como el niño sin confianza básica, hemos perdido la posibilidad de convivir pacífica y armoniosamente con los demás y con nosotros mismos, por lo menos cuando estamos en las calles de la ciudad. Perdemos tantas cosas y al mismo tiempo ofrecemos un modelo que pesa más que todas las palabras juntas. Los pasos a desnivel y los tréboles ayudarán algo, pero, sin confianza básica, no mucho. Es un problema de firmeza y educación.
Fuente: Educared
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